domingo, 10 de agosto de 2014

La maldición de Yogo

Hacía tiempo que Doji Keran no se ponía el que se podía considerar como su conjunto más discreto: un sencillo kimono, con los colores de su clan y familia, en tonos más apagados que de costumbre. Para que existiera cierto equilibrio, eligió el mejor de sus abanicos; no solo por su belleza, por lo delicado de su arte, si no porque era un regalo, y portándolo quería homenajear a la persona de la que recibió tan magnífico presente.
Se ajustó el obi, el daisho (también hacía mucho que no llevaba la katana y mucho más que no practicaba con ella) y permitió que Boseru, su fiel guardaespaldas, su confidente, su amigo y guardián, su amante y amado abriera la puerta de la habitación y le precediera en la marcha.

Nadie advirtió que abandonaba el Baluarte: sus otros dos guardias habían recibido un merecido permiso después de horas interminables de guardia y escolta. Los Rayos, sus fieles protegidos y aliados, cenaban esa noche con el daimyo Kaiu, agradecido por la restitución de cierto artefacto místico propiedad de su familia; parecía que no había nada de lo que no fueran capaces. Con cada hazaña Keran creía que su sorpresa iría menguando y su asombro diluyéndose, pero más bien al contrario, cada día admiraba y quería más a esos jóvenes y misteriosos samurais que hacía apenas un año habían llegado a sus dominios y sacudido su vida.

Tanta discreción y precaución se debía al encuentro de esa noche y a la naturaleza del mismo. No en vano habían pasado nueve días desde que llegara a la Corte de Invierno y esta era la primera jornada en la que no se veía sumergido de lleno en la vorágine cortesana que acostumbraba a rodear al Divino Hantei. A regañadientes reconocía a Boseru que echaba de menos su época en Otosan Uchi, pues hacerlo implicaba que habían pasado muchos años desde que fuera un notable cortesano, poeta, espadachín y artista en la capital del Imperio. Hacía mucho que no se sentía tan vivo como cuando se enfrentó a su viejo rival en certámenes y debates en la corte, Asako Toraka, ahora mucho más siniestro y peligroso. Y la manera de resolverlo todo, con la absolución de Toyoaki y el ascenso de su nueva y pujante buena estrella... parecía que todo salía a pedir de boca, por una vez.

Y ahora aparecía él. Sorprendentemente Boseru se tomó muy bien el retorno de su primer y más intenso amor: sabía que el vínculo con su señor era de otro tipo, más sosegado y constante, y que no podía cortar con su hoja las corrientes del tiempo y de las emociones, los lazos del pasado. Por eso Keran lo quería y apreciaba aún más. Además, Yogo Itsuma había sido (como siempre) prudente y respetuoso, había esperado a que todo se tranquilizara para orquestar un encuentro. Para huir de miradas indiscretas y agentes de uno u otro clan la cita sería en un rincón alejado de las tierras Yasuki: una tranquila casa de postas, al sur del Castillo de la Grulla Negra, a un par de horas a caballo.

Después de una comprobación rutinaria por parte de su yojimbo, Keran y Boseru entraron en la casa de postas bien entrada la noche. El amable y atento heimin que atendía la casa les condujo escaleras arriba, a un reservado, después de ofrecerles bebidas calientes o un tentempié tardío. Pero no era comida o bebida lo que les llevaba allí: un amor de otro tiempo, de otra vida, les había guiado. El Daidoji se quedó guardando la puerta, despidiendo a su amado hatamoto con una mirada cargada de sentimientos encontrados. Este entró, escondiendo su rostro tras el abanico para no delatar también su atribulado semblante.

En la habitación, tenuemente iluminada por un farol en una esquina, yacía la inconfundible figura de Yogo Itsuma, con su kimono rojo y negro, su elaborada máscara a un lado del futón; aparentemente dormía, cansado quizá de esperarles. Keran, haciendo uso de su voz modulada y cálida, le llamó sutilmente, con delicadeza, como solía hacerlo. Solo pronunciar su nombre le estremeció, trayendo a su mente vívidos recuerdos de noches juntos, de emociones tan afiladas como un sable samurai.

Algo iba mal. Itsuma le habría esperado despierto toda la noche, todo el día siguiente y la siguiente noche si hubiera hecho falta. Poco a poco sus ojos se acostumbraban a la luz, y descubría más detalles en la habitación: la mancha oscura bajo el cuerpo del Yogo, en las tablas de madera y el futón, o su mano en la empuñadura de su wakizashi a medio desenvainar. No podía ser, el karma no podía ser tan cruel... Aquello era una trampa, pero su amado Itsuma no podía haberla orquestado, él no era capaz, era dulce y bueno...y eso lo hacía todo aún más insoportable: la maldición de Yogo, que obligaba a aquellos que portaban el malhadado nombre a traicionar a aquellos a los que amaban. Una lágrima corrió por la mejilla de Keran al darse cuenta del último regalo que le hacía Itsuma al morir por el amor que le profesaba, por su traición involuntaria.

Boseru irrumpió en la habitación casi a la vez que los tres espectros, los tres hombres de negro, sombras en la noche portando cadenas, espadas y estrellas. Uno de los atacantes intentó lanzar sus eslabones de muerte al cuello de Keran pero el brazo de Boseru la interceptó; con un tirón brusco de su enorme cuerpo, atrajo hacia sí al ninja (qué irreal era todo, qué propio de leyendas y mitos) y le ensartó en su katana, provocando un gutural estertor al sacarla del cuerpo que ya boqueaba sangre. Otro de los ninjas dió una patada al farol, sumiendo todo en la oscuridad. Se dividieron intentando rodear a sus presas, pero Keran y Boseru habían practicado muchas veces juntos: el Doji, con la katana también desenvainada, puso su mano sobre el hombro del Daidoji y con un grito Kiai cargaron contra una de las paredes donde debía estar otro de los atacantes. Este repelió el ataque de la Grulla de Hierro, pero la katana de Keran se abrió paso entre las sombras y encontró carne, hueso y sangre. Y muerte.

Algo le mordió por la espalda, una sensación fría, gélida, en una pierna. Cayó al suelo, con su extremidad paralizada, pero se impuso no gritar. Boseru, aprovechando que Keran estaba fuera de combate, hizo un amplio abanico con su arma y encontró lo que parecía el brazo del último enemigo y, por el ruido sordo que le siguió, lo había cercenado en el sitio. Sus rivales apenas hacían ruido, incluso en la muerte. Eso les horrorizaba y sorprendía, a partes iguales.

La puerta se deslizó una vez más y en el umbral apareció una figura que, a cara casi descubierta y entrecortada a la luz, les cerraba el paso. Keran sollozó en silencio, pues sabía quién era, la fama que poseía y que se mostrara tan abiertamente solo significaba el fin para Boseru y para él. Su valiente yojimbo aguantó un par de embates contra uno de los mejores espadachines del Imperio, pero un paso lateral y una finta acabaron con el combate; el Daidoji, sin armadura, sin espacio, sin luz, no tenía ninguna posibilidad. Y en esas circunstancias Bayushi Aramoro era el mejor, sin duda alguna. 

El cuerpo de Boseru cayó junto a él, sus ojos vidriosos le miraron por última vez y una palabra, una que solo ellos dos usaban con ese sentido, se asomó a sus labios ya ensangrentados. Keran empezó a extraer el wakizashi de su saya pero una patada del terrible Escorpión lanzó esta al otro lado de la sala.

Apenas un minuto después apareció la inevitable organizadora de todo esto: tanta crueldad, tanto elaborado plan hábilmente tejido, y la presencia de Aramoro solo podían apuntar a ella... Su sonrisa bailó en su hermosísimo rostro mientras se arrodillaba junto a Keran y le miraba con deleite y casi lujuria.

- Mi querido Keran...mi flor, mi poeta...¿qué infausto destino os ha traído hasta aquí, qué le habéis hecho a las Fortunas para que os depararán este horrible final? Oh, no, no era una pregunta retórica, os contestaré con gusto: vuestro karma quedó sellado el día que enlazasteis el mismo con el de los Rayos. Ahora tú, mi delicada Grulla, pagas las consecuencias de sus irresponsables actos.

Con un gesto imperioso pero grácil, se levantó y señaló al tendido cortesano, que tuvo tiempo aún para una última y brillante réplica:

- Mi señora, nada hace más feliz a este ya ajado hombre amante de hombres que morir por la causa de los Rayos. Pena me dáis vos, viviendo innoblemente por la causa de alguien como Shoj...

No llegó a pronunciar el nombre del Campeón Escorpión, pues la hoja del hermanastro de este acabó con su vida, cortándole la cabeza. Cuando esta por fin acabó su macabro recorrido contra una de las paredes, Aramoro limpíó la sangre de su arma con el típico gesto chiburi y extrajo una bolsa de cabezas para cobrarse su premio. Su señora y protegida, mirándole con aquellos preciosos ojos verdes, salió de la habitación, mientras compartía con él una reflexión.

- Veremos qué tal les va ahora sin su protector y aliado Grulla...


sábado, 2 de agosto de 2014

Seppuku

Por Kitsuki Toyoaki
El wakizashi estaba delante de él, sobre la esterilla de bambú. Un breve sentimiento de orgullo lo recorrió cuando vio que, aún siendo humilde, la saya de madera oscura brillaba, pulida y aceitada. Sabía que la hoja de la espada corta también se encontraba en la mejor de las condiciones, afilada y bruñida, como siempre deberían lucir las armas de un samurai. Aquella humilde vaina, y la hoja que alojaba, iban a rendir hoy su último servicio, y lo iban a hacer luciendo el mejor aspecto posible. Toyoaki suspiró levemente. Iba a dejar este mundo pero, al menos, iba a hacerlo con honor. El honor que le había sido negado, pese a todos sus esfuerzos, durante casi toda su vida. Aquello era bueno.


Lo habían declarado culpable del asesinato de su primo Taisuke y de agredir salvajemente a la esposa de éste, junto con las acusaciones de asociación con seres malignos y práctica del Maho, la magia de la sangre. Las pruebas contra él no eran más que circunstanciales, meras conjeturas sobre su vida, sus actividades y el odio y la envidia que podía sentir hacia Kitsuki Taisuke, su primo, por haberse casado con Agasha Emiko, la cual había sido la prometida de Toyoaki hasta el fatal día en que cayó en desgracia ante sus superiores, su clan y su familia. El testimonio del yojimbo de Taisuke, Mirumoto Yoshida, había sido suficiente para que la acusación siguiera adelante. Había sido exonerado de las dos últimas acusaciones, mas no del asesinato, y por ello se le había concedido una salida honorable. El verdugo no tendría trabajo hoy, se iba a despedir del mundo de los vivos por su propia mano.

El cielo lucía gris, pesado, quizá más tarde lloviera. Lo habían vestido de blanco, el color del luto, como requería el seppuku, el suicidio ceremonial con el que los samurais limpiaban su honor. Se encontraba en uno de los jardines superiores de Yasuki Yasiki, el Castillo de la Grulla Negra, lugar donde las Fortunas lo habían enviado, como parte de una misión que había ocupado su vida durante los dos últimos años, y que la había cambiado para siempre. Una sencilla esterilla de bambú iba a servir de altar al sacrificio del samurai. Los testigos estaban dispuestos, grandes señores de Rokugán, tan ilustres samurais que nunca hubiera pensado que pudieran siquiera preocuparse por un tipo como él.

Perdido en estos pensamientos, casi no llegó a escuchar la voz de Ikoma Anakatzu, daimío de la familia Ikoma y portavoz del jurado que lo había condenado:

-¿Quién deseáis que os asista en la ceremonía, Toyoaki-san?

-Quien consideréis en vuestra sabiduría estará más que bien, Anakatzu-dono. No cuento en estos momentos con ningún amigo o aliado que me pueda ayudar en este trance -respondió.

Una voz profunda, resonante como una trompeta, habló entonces:

-Yo os asistiré, si lo deseáis.

El que había hablado era Doji Satsume, daimío del Clan de la Grulla y Campeón Esmeralda. En rigor, dado que Toyoaki era el yoriki de la Magistrada Esmeralda Kitsuki Namie, era su más alto superior. Había formado parte del jurado que lo había condenado y, aunque se había abstenido, era gracias a él que no lo estaban preparando para la hoguera o algo peor. El honor que le hacía a Toyoaki no podía ser más alto.

-Temo no ser digno de tan alto honor -dijo cuando pudo reaccionar- No me atrevería a desear un final mejor, mi señor.

Satsume sonrió a su subordinado y, en la postura de iaijutsu más perfecta que se pueda imaginar, tomó posición a la espalda de Toyoaki, a su izquierda. Ya arrodillado, el reo tomó el wakizashi, e iba a desenvainarlo cuando fue interrumpido por Satsume.

-Es costumbre antigua finalizar los procedimientos judiciales con una historia sobre alguno de los antepasados de los implicados en el proceso -clamó-, para así formar a los oyentes de modo que los hechos juzgados y pasados no vuelvan a repetirse. Querría, en este caso, narrar la historia de Mirumoto Kioshi, honorable samurai del clan del Dragón, muerto por defender a sus amigos de una antigua conspiración que, cual maldición, persigue al Imperio desde tiempo inmemorial.

Con estas palabras comenzó la historia de Kioshi, otro de los primos de Toyoaki, su amigo, su compañero y aquel con el que compartió la carga, y el deshonor, de haber fracasado en su primera misión como parte de las fuerzas de los Magistrados Esmeralda. Ahora sabía que su fracaso no se había debido sólo a su torpeza o precipitación. Alguien les había tendido una trampa para desacreditarlos, para quitarlos de en medio. Ahora no iba a poder demostrarlo, salvo que las Fortunas le fueran favorables esa vez y sus amigos llegaran con la pruebas que lo exoneraran de manera absoluta.

Efectivamente, todo el proceso había sido una farsa. Las pruebas eran inexistentes, y todo se basaba en el testimonio de Yoshida. En un mundo justo se le habría liberado de inmediato, pero en Rokugan la palabra de un samurai del rango del yojimbo era más que suficiente para condenar a un paria como Toyoaki. Su abogado, el ilustre Doji Keran, que había apoyado a Toyoaki y sus amigos en aquella aventura auspiciada por las Fortunas, lo sabía y por eso había hecho todo lo posible por alargar el juicio a la espera de que los otros tres Rayos, como él mismo los había bautizado, llegaran con las pruebas que anularan el testimonio de Yoshida. Parecía que Doji Satsume era de la misma opinión y que trataba de ganar tiempo para Toyoaki.

Ante los ojos del condenado ya no había más que el wakizashi que iba a servir para llevarlo con sus antepasados. Su primo lo recibiría con una botella de sake (si lo hay en el Meido, las estancias del Más Allá), su padre sonreiría en silencio, su abuelo lo reprendería por no andar lo suficientemente erguido. Pero todos estarían orgullosos de él, de lo que había sido, de lo que había hecho y de cómo había abandonado el mundo de los vivos.

Recordó la noche lluviosa en la que auxilió a dos samurais fugitivos y en la que el karma quiso que se viera inmerso en los asuntos de "la Forja de la Espada". Recordó pueblos en llamas y espectros vencidos, batallas terribles y lugares asombrosos. Recordó oscuras cuevas y ardientes estancias en las que había entrado sin vacilar. Recordó enemigos abatidos por su espada y amigos salvados por su pericia. Recordó viajes a pie y en barco, sueños premonitorios y encuentros con seres que parecían salidos de las leyendas de su pueblo. Recordó a Doji Masu, caído en combate contra los piratas, y esperó encontrárselo junto a sus ancestros. Recordó a sus amigos, los otros tres Rayos: Akodo Sayuri, Bayushi Michiko y Kitsu Senichi, y les deseó suerte en su misión. Estaba seguro de que la Espada se forjaría.

Pero sobre todo recordó a Emiko, su amor, su compañera dijeran lo que dijeran los contratos de matrimonio, su mayor dolor y su mayor alegría. No le quedaba más pena que el saber que quien la había agredido, quien había osado ponerle la mano encima, iba a quedar sin castigo. Esperaba poder atormentar a esa bestia desde el Más Allá. Bien sabían las Fortunas que lo haría, si se lo permitían.

La historia de Satsume llegó a su fin. Los testigos, impacientes, querían que aquello acabara cuanto antes. El reo se abrió el kimono blanco dejando a la vista su torso, tomó aire, alzó el wakizashi hasta la altura de sus ojos para que todos lo vieran relucir al desenvainarlo. Por los Kami que estaba bien afilado, un cabello que cayera sobre la hoja se partiría por la mitad. Mirando al jurado que lo había condenado, orgulloso hijo de su familia, de su clan y de su pueblo, empuñó la espada corta y, con la palabra "Emiko" en los labios, apoyó la hoja sobre su abdomen.

-¡Alto! ¡Detengan la ejecución!

Las puertas del jardín se abrieron de golpe y entró Daidoji Aeru, Magistrado Esmeralda, llevando a rastras a un desastrado y macilento Kitsuki Taisuke, la supuesta víctima. Allí estaba la prueba definitiva a favor de Toyoaki. Tras ellos iban Akodo Sayuri, poderosa shugenja, "La Bruja del Mar", perdición de piratas, y su marido Tadasu, fiel amigo en la adversidad. Los acompañaba Bayushi Michiko, ahora Yoritomo Mami, compañera en aquel viaje y cuya amistad Toyoaki valoraba más que el oro, y junto a ella el último de sus camaradas, el sabio hombre santo Kitsu Senichi. Los Cuatro Rayos volvían a estar juntos y nada, ni la justicia del Emperador, burlada por las artimañas del enemigo, había podido desviarlos de su objetivo.

A partir de ahí y durante unos momentos, todo fue confuso. Los guardias de la familia Hida, ajenos a todo aquello, a poco estuvieron de atacar a los recién llegados. Cuando se lo permitieron,Taisuke presentó testimonio contra Yoshida, contra el magistrado esmeralda Shiba Toraku, que había caído en el asalto que había resultado en el rescate del supuesto muerto, y habló de una conspiración que perseguía a su familia desde hacía tiempo, la misma conspiración que había hecho caer en desgracia a Toyoaki y a Kioshi, la misma que llevaban combatiendo, sin saberlo apenas, desde que se embarcaron en la forja de la Espada. El propio Taisuke se declaró culpable, por omisión, de permitir la expansión de la conspiración dentro de su casa y prometió retirarse de la vida pública a un monasterio para expiar sus faltas.

El resto, como es de suponer, fue relativamente fácil. El veredicto fue revocado y Toyoaki ascendido a magistrado por sus méritos, a la vez que se ascendía al cargo de tchui a su mentora, Kitsuki Namie. Los verdaderos culpables, si bien no fueron apresados, quedaron al descubierto.

En un alarde de audacia, Toyoaki pidió a Ikoma Anakatzu que bendijera la inacabada Hoja de la Espada, que sus amigos le traían oculta en la saya de su propia katana, y el daimio accedió gravemente a ello como forma de resarcir al samurai que había condenado a morir injustamente. De esta forma, la parte de la misión kármica que había llevado a los Rayos a la Corte de Invierno quedó cumplida.

Sin embargo ninguno de esos hechos fue tan valorado por Toyoaki como lo que sucedió al amanecer del día siguiente, en el acantilado junto al que se alzaba Yasuki Yasiki. Allí, ya recuperada de sus heridas, Kitsuki Emiko miraba cómo las olas de un mar embravecido lamían las rocas. Estaba sola, envuelta en un pesado manto de color verde, la capucha echada hasta ocultar su rostro, con los puños cerrados, crispados y pegados a los costados y la mirada perdida. Así la encontró Toyoaki.


Había ido en busca de la mujer desde sus nuevas habitaciones, en las dependencias de los magistrados, esperando encontrarla en sus habitaciones del Baluarte. No estaba allí y sus damas de compañía, dos bobaliconas, no supieron dar razón de dónde se hallaba su señora, pues ahora que se había restablecido no se habían preocupado por averiguar dónde iba Emiko tan temprano. Asustado, pues bien sabía que el peligro aún existía, partió en su busca e hizo algo que no había podido hacer nunca: Uso de su rango. Amenazó e incluso gritó a los guardias para que la buscaran. Nadie se atrevió a contradecir al furibundo magistrado. Demasiado reciente estaba el hecho de que no sólo había sido declarado inocente, por unanimidad, en un caso que claramente estaba en su contra, sino que además los señores de Rokugan lo habían recompensado. Las Fortunas parecían amparar sus pasos y era mejor no interponerse.

Al cabo una hora de intensa búsqueda, un pescador que había llegado con su captura diaria, dijo haber visto a una dama en el acantilado al pie de la muralla. Al instante Toyoaki supo que se trataba de Emiko y creyó intuir qué era lo que la había llevado allí. Por ello no permitió que nadie, sino él, fuera en su busca.

-Emiko-sama- dijo en apenas un susurro cuando llegó hasta ella. Sólo los Kami saben lo que le costó no llegar hasta ella corriendo, tomarla en sus brazos y mandar al Jigoku a todos. Ella apenas se giró hacia él cuando respondió, sin dejar de mirar hipnotizada a las rocas.

-Toyoaki-san -dijo- ¿Qué hacéis aquí? ¿No tenéis acaso deberes nuevos, acordes a vuestro rango?

-Aún no se me ha asignado ninguna misión, Emiko-sama -dijo, encogiéndose de hombros-. Alguien debe pensar que necesito un descaso. Os estaba buscando. ¿Qué os ha traído a este malhadado lugar? - Allí mismo había sido asesinado un hombre tres días antes.

-¿No lo sabéis? -respondió amargamente.

-Lo sospecho, pero no lo quiero creer -Por fin, ella separó la mirada de las aguas bravas.

-¿Qué esperáis de mí, Toyoaki? -se retiró la capucha- ¿Qué podéis esperar de mí ahora? ¡Decidme!-Había lágrimas en sus ojos. Aquella fue la primera vez que Toyoaki viera el rostro de su amada tras el ataque sufrido. Yoshida, el verdadero agresor, se había ensañado con ella y ahora ocho cicatrices paralelas, cuatro por mejilla, blanquecinas aún por ser recientes, surcaban su rostro desde las orejas al mentón. Un arrebato de rabia casi hizo gritar a Toyoaki. Ya podía hundirse el Imperio, que él haría pagar al traidor por aquello.

-¿Qué espero, Emiko-sama? -respondió- Espero, por de pronto, que me hagáis el honor de permitirme  acompañaros en un paseo en torno al castillo, y que luego me honréis desayunando en mi mesa. Espero que eso se repita todos los días que aquí nos queden. Espero poder presentaros a los que considero mis amigos, y que son, a su manera, los mejores samurais que esperarse pueda. Espero poder narraros mis aventuras y viajes, para que podáis reír de mis intentos por impresionaros. Espero hacer el viaje de vuelta hasta nuestra tierra con vos, pues tengo previsto volver, después de tanto tiempo, a presentar mis respetos a mis antepasados. Espero que, cuando allí estemos, mi familia entable conversaciones con la vuestra al respecto de nuestra boda. Espero que vos aceptéis la propuesta. Y por último -y alzó la voz para que todos lo oyeran- espero que me améis como yo os amo, porque no hay nada en este mundo, ni hombre ni bestia, ni espectro ni demonio, ni Kami ni Fortuna, ni cicatriz ni herida, que se pueda interponer entre nosotros. Eso es lo que espero.

Y dicho esto la miró a los ojos, con las manos en los pomos de sus espadas a la manera de los Mirumoto, desafiando al mundo, y esperó su respuesta. Ella, más sabia que él después de todo, supo que todo lo que había que decir ya estaba dicho. Lanzó una última mirada al mar y se apartó del acantilado, se acercó a él y, tomándolo del brazo, le hizo caminar a su lado.

Iban a dar un paseo.

Desde lo más alto de la almena más alta del castillo, una venerable anciana de cabellos plateados, los observaba y sonreía.

-Bien hecho, hijos míos. Bien hecho.