sábado, 2 de agosto de 2014

Seppuku

Por Kitsuki Toyoaki
El wakizashi estaba delante de él, sobre la esterilla de bambú. Un breve sentimiento de orgullo lo recorrió cuando vio que, aún siendo humilde, la saya de madera oscura brillaba, pulida y aceitada. Sabía que la hoja de la espada corta también se encontraba en la mejor de las condiciones, afilada y bruñida, como siempre deberían lucir las armas de un samurai. Aquella humilde vaina, y la hoja que alojaba, iban a rendir hoy su último servicio, y lo iban a hacer luciendo el mejor aspecto posible. Toyoaki suspiró levemente. Iba a dejar este mundo pero, al menos, iba a hacerlo con honor. El honor que le había sido negado, pese a todos sus esfuerzos, durante casi toda su vida. Aquello era bueno.


Lo habían declarado culpable del asesinato de su primo Taisuke y de agredir salvajemente a la esposa de éste, junto con las acusaciones de asociación con seres malignos y práctica del Maho, la magia de la sangre. Las pruebas contra él no eran más que circunstanciales, meras conjeturas sobre su vida, sus actividades y el odio y la envidia que podía sentir hacia Kitsuki Taisuke, su primo, por haberse casado con Agasha Emiko, la cual había sido la prometida de Toyoaki hasta el fatal día en que cayó en desgracia ante sus superiores, su clan y su familia. El testimonio del yojimbo de Taisuke, Mirumoto Yoshida, había sido suficiente para que la acusación siguiera adelante. Había sido exonerado de las dos últimas acusaciones, mas no del asesinato, y por ello se le había concedido una salida honorable. El verdugo no tendría trabajo hoy, se iba a despedir del mundo de los vivos por su propia mano.

El cielo lucía gris, pesado, quizá más tarde lloviera. Lo habían vestido de blanco, el color del luto, como requería el seppuku, el suicidio ceremonial con el que los samurais limpiaban su honor. Se encontraba en uno de los jardines superiores de Yasuki Yasiki, el Castillo de la Grulla Negra, lugar donde las Fortunas lo habían enviado, como parte de una misión que había ocupado su vida durante los dos últimos años, y que la había cambiado para siempre. Una sencilla esterilla de bambú iba a servir de altar al sacrificio del samurai. Los testigos estaban dispuestos, grandes señores de Rokugán, tan ilustres samurais que nunca hubiera pensado que pudieran siquiera preocuparse por un tipo como él.

Perdido en estos pensamientos, casi no llegó a escuchar la voz de Ikoma Anakatzu, daimío de la familia Ikoma y portavoz del jurado que lo había condenado:

-¿Quién deseáis que os asista en la ceremonía, Toyoaki-san?

-Quien consideréis en vuestra sabiduría estará más que bien, Anakatzu-dono. No cuento en estos momentos con ningún amigo o aliado que me pueda ayudar en este trance -respondió.

Una voz profunda, resonante como una trompeta, habló entonces:

-Yo os asistiré, si lo deseáis.

El que había hablado era Doji Satsume, daimío del Clan de la Grulla y Campeón Esmeralda. En rigor, dado que Toyoaki era el yoriki de la Magistrada Esmeralda Kitsuki Namie, era su más alto superior. Había formado parte del jurado que lo había condenado y, aunque se había abstenido, era gracias a él que no lo estaban preparando para la hoguera o algo peor. El honor que le hacía a Toyoaki no podía ser más alto.

-Temo no ser digno de tan alto honor -dijo cuando pudo reaccionar- No me atrevería a desear un final mejor, mi señor.

Satsume sonrió a su subordinado y, en la postura de iaijutsu más perfecta que se pueda imaginar, tomó posición a la espalda de Toyoaki, a su izquierda. Ya arrodillado, el reo tomó el wakizashi, e iba a desenvainarlo cuando fue interrumpido por Satsume.

-Es costumbre antigua finalizar los procedimientos judiciales con una historia sobre alguno de los antepasados de los implicados en el proceso -clamó-, para así formar a los oyentes de modo que los hechos juzgados y pasados no vuelvan a repetirse. Querría, en este caso, narrar la historia de Mirumoto Kioshi, honorable samurai del clan del Dragón, muerto por defender a sus amigos de una antigua conspiración que, cual maldición, persigue al Imperio desde tiempo inmemorial.

Con estas palabras comenzó la historia de Kioshi, otro de los primos de Toyoaki, su amigo, su compañero y aquel con el que compartió la carga, y el deshonor, de haber fracasado en su primera misión como parte de las fuerzas de los Magistrados Esmeralda. Ahora sabía que su fracaso no se había debido sólo a su torpeza o precipitación. Alguien les había tendido una trampa para desacreditarlos, para quitarlos de en medio. Ahora no iba a poder demostrarlo, salvo que las Fortunas le fueran favorables esa vez y sus amigos llegaran con la pruebas que lo exoneraran de manera absoluta.

Efectivamente, todo el proceso había sido una farsa. Las pruebas eran inexistentes, y todo se basaba en el testimonio de Yoshida. En un mundo justo se le habría liberado de inmediato, pero en Rokugan la palabra de un samurai del rango del yojimbo era más que suficiente para condenar a un paria como Toyoaki. Su abogado, el ilustre Doji Keran, que había apoyado a Toyoaki y sus amigos en aquella aventura auspiciada por las Fortunas, lo sabía y por eso había hecho todo lo posible por alargar el juicio a la espera de que los otros tres Rayos, como él mismo los había bautizado, llegaran con las pruebas que anularan el testimonio de Yoshida. Parecía que Doji Satsume era de la misma opinión y que trataba de ganar tiempo para Toyoaki.

Ante los ojos del condenado ya no había más que el wakizashi que iba a servir para llevarlo con sus antepasados. Su primo lo recibiría con una botella de sake (si lo hay en el Meido, las estancias del Más Allá), su padre sonreiría en silencio, su abuelo lo reprendería por no andar lo suficientemente erguido. Pero todos estarían orgullosos de él, de lo que había sido, de lo que había hecho y de cómo había abandonado el mundo de los vivos.

Recordó la noche lluviosa en la que auxilió a dos samurais fugitivos y en la que el karma quiso que se viera inmerso en los asuntos de "la Forja de la Espada". Recordó pueblos en llamas y espectros vencidos, batallas terribles y lugares asombrosos. Recordó oscuras cuevas y ardientes estancias en las que había entrado sin vacilar. Recordó enemigos abatidos por su espada y amigos salvados por su pericia. Recordó viajes a pie y en barco, sueños premonitorios y encuentros con seres que parecían salidos de las leyendas de su pueblo. Recordó a Doji Masu, caído en combate contra los piratas, y esperó encontrárselo junto a sus ancestros. Recordó a sus amigos, los otros tres Rayos: Akodo Sayuri, Bayushi Michiko y Kitsu Senichi, y les deseó suerte en su misión. Estaba seguro de que la Espada se forjaría.

Pero sobre todo recordó a Emiko, su amor, su compañera dijeran lo que dijeran los contratos de matrimonio, su mayor dolor y su mayor alegría. No le quedaba más pena que el saber que quien la había agredido, quien había osado ponerle la mano encima, iba a quedar sin castigo. Esperaba poder atormentar a esa bestia desde el Más Allá. Bien sabían las Fortunas que lo haría, si se lo permitían.

La historia de Satsume llegó a su fin. Los testigos, impacientes, querían que aquello acabara cuanto antes. El reo se abrió el kimono blanco dejando a la vista su torso, tomó aire, alzó el wakizashi hasta la altura de sus ojos para que todos lo vieran relucir al desenvainarlo. Por los Kami que estaba bien afilado, un cabello que cayera sobre la hoja se partiría por la mitad. Mirando al jurado que lo había condenado, orgulloso hijo de su familia, de su clan y de su pueblo, empuñó la espada corta y, con la palabra "Emiko" en los labios, apoyó la hoja sobre su abdomen.

-¡Alto! ¡Detengan la ejecución!

Las puertas del jardín se abrieron de golpe y entró Daidoji Aeru, Magistrado Esmeralda, llevando a rastras a un desastrado y macilento Kitsuki Taisuke, la supuesta víctima. Allí estaba la prueba definitiva a favor de Toyoaki. Tras ellos iban Akodo Sayuri, poderosa shugenja, "La Bruja del Mar", perdición de piratas, y su marido Tadasu, fiel amigo en la adversidad. Los acompañaba Bayushi Michiko, ahora Yoritomo Mami, compañera en aquel viaje y cuya amistad Toyoaki valoraba más que el oro, y junto a ella el último de sus camaradas, el sabio hombre santo Kitsu Senichi. Los Cuatro Rayos volvían a estar juntos y nada, ni la justicia del Emperador, burlada por las artimañas del enemigo, había podido desviarlos de su objetivo.

A partir de ahí y durante unos momentos, todo fue confuso. Los guardias de la familia Hida, ajenos a todo aquello, a poco estuvieron de atacar a los recién llegados. Cuando se lo permitieron,Taisuke presentó testimonio contra Yoshida, contra el magistrado esmeralda Shiba Toraku, que había caído en el asalto que había resultado en el rescate del supuesto muerto, y habló de una conspiración que perseguía a su familia desde hacía tiempo, la misma conspiración que había hecho caer en desgracia a Toyoaki y a Kioshi, la misma que llevaban combatiendo, sin saberlo apenas, desde que se embarcaron en la forja de la Espada. El propio Taisuke se declaró culpable, por omisión, de permitir la expansión de la conspiración dentro de su casa y prometió retirarse de la vida pública a un monasterio para expiar sus faltas.

El resto, como es de suponer, fue relativamente fácil. El veredicto fue revocado y Toyoaki ascendido a magistrado por sus méritos, a la vez que se ascendía al cargo de tchui a su mentora, Kitsuki Namie. Los verdaderos culpables, si bien no fueron apresados, quedaron al descubierto.

En un alarde de audacia, Toyoaki pidió a Ikoma Anakatzu que bendijera la inacabada Hoja de la Espada, que sus amigos le traían oculta en la saya de su propia katana, y el daimio accedió gravemente a ello como forma de resarcir al samurai que había condenado a morir injustamente. De esta forma, la parte de la misión kármica que había llevado a los Rayos a la Corte de Invierno quedó cumplida.

Sin embargo ninguno de esos hechos fue tan valorado por Toyoaki como lo que sucedió al amanecer del día siguiente, en el acantilado junto al que se alzaba Yasuki Yasiki. Allí, ya recuperada de sus heridas, Kitsuki Emiko miraba cómo las olas de un mar embravecido lamían las rocas. Estaba sola, envuelta en un pesado manto de color verde, la capucha echada hasta ocultar su rostro, con los puños cerrados, crispados y pegados a los costados y la mirada perdida. Así la encontró Toyoaki.


Había ido en busca de la mujer desde sus nuevas habitaciones, en las dependencias de los magistrados, esperando encontrarla en sus habitaciones del Baluarte. No estaba allí y sus damas de compañía, dos bobaliconas, no supieron dar razón de dónde se hallaba su señora, pues ahora que se había restablecido no se habían preocupado por averiguar dónde iba Emiko tan temprano. Asustado, pues bien sabía que el peligro aún existía, partió en su busca e hizo algo que no había podido hacer nunca: Uso de su rango. Amenazó e incluso gritó a los guardias para que la buscaran. Nadie se atrevió a contradecir al furibundo magistrado. Demasiado reciente estaba el hecho de que no sólo había sido declarado inocente, por unanimidad, en un caso que claramente estaba en su contra, sino que además los señores de Rokugan lo habían recompensado. Las Fortunas parecían amparar sus pasos y era mejor no interponerse.

Al cabo una hora de intensa búsqueda, un pescador que había llegado con su captura diaria, dijo haber visto a una dama en el acantilado al pie de la muralla. Al instante Toyoaki supo que se trataba de Emiko y creyó intuir qué era lo que la había llevado allí. Por ello no permitió que nadie, sino él, fuera en su busca.

-Emiko-sama- dijo en apenas un susurro cuando llegó hasta ella. Sólo los Kami saben lo que le costó no llegar hasta ella corriendo, tomarla en sus brazos y mandar al Jigoku a todos. Ella apenas se giró hacia él cuando respondió, sin dejar de mirar hipnotizada a las rocas.

-Toyoaki-san -dijo- ¿Qué hacéis aquí? ¿No tenéis acaso deberes nuevos, acordes a vuestro rango?

-Aún no se me ha asignado ninguna misión, Emiko-sama -dijo, encogiéndose de hombros-. Alguien debe pensar que necesito un descaso. Os estaba buscando. ¿Qué os ha traído a este malhadado lugar? - Allí mismo había sido asesinado un hombre tres días antes.

-¿No lo sabéis? -respondió amargamente.

-Lo sospecho, pero no lo quiero creer -Por fin, ella separó la mirada de las aguas bravas.

-¿Qué esperáis de mí, Toyoaki? -se retiró la capucha- ¿Qué podéis esperar de mí ahora? ¡Decidme!-Había lágrimas en sus ojos. Aquella fue la primera vez que Toyoaki viera el rostro de su amada tras el ataque sufrido. Yoshida, el verdadero agresor, se había ensañado con ella y ahora ocho cicatrices paralelas, cuatro por mejilla, blanquecinas aún por ser recientes, surcaban su rostro desde las orejas al mentón. Un arrebato de rabia casi hizo gritar a Toyoaki. Ya podía hundirse el Imperio, que él haría pagar al traidor por aquello.

-¿Qué espero, Emiko-sama? -respondió- Espero, por de pronto, que me hagáis el honor de permitirme  acompañaros en un paseo en torno al castillo, y que luego me honréis desayunando en mi mesa. Espero que eso se repita todos los días que aquí nos queden. Espero poder presentaros a los que considero mis amigos, y que son, a su manera, los mejores samurais que esperarse pueda. Espero poder narraros mis aventuras y viajes, para que podáis reír de mis intentos por impresionaros. Espero hacer el viaje de vuelta hasta nuestra tierra con vos, pues tengo previsto volver, después de tanto tiempo, a presentar mis respetos a mis antepasados. Espero que, cuando allí estemos, mi familia entable conversaciones con la vuestra al respecto de nuestra boda. Espero que vos aceptéis la propuesta. Y por último -y alzó la voz para que todos lo oyeran- espero que me améis como yo os amo, porque no hay nada en este mundo, ni hombre ni bestia, ni espectro ni demonio, ni Kami ni Fortuna, ni cicatriz ni herida, que se pueda interponer entre nosotros. Eso es lo que espero.

Y dicho esto la miró a los ojos, con las manos en los pomos de sus espadas a la manera de los Mirumoto, desafiando al mundo, y esperó su respuesta. Ella, más sabia que él después de todo, supo que todo lo que había que decir ya estaba dicho. Lanzó una última mirada al mar y se apartó del acantilado, se acercó a él y, tomándolo del brazo, le hizo caminar a su lado.

Iban a dar un paseo.

Desde lo más alto de la almena más alta del castillo, una venerable anciana de cabellos plateados, los observaba y sonreía.

-Bien hecho, hijos míos. Bien hecho.

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