miércoles, 12 de diciembre de 2012

Diarios de Kitsuki Toyoaki, del Clan del Dragón (II)

Por Kitsuki Toyoaki

Los soldados del Clan del Cangrejo comenzaron la búsqueda de los fugitivos. No hacía falta preguntar quién era la presa, la actitud de la samurái-ko, inquieta y sombría, lo delataba. Afortunadamente para el herido le habíamos despojado de su armadura, de manera que sólo hizo falta disimular el daisho, del que no se separaba, para que pasara por un pescador herido. Sin embargo esto no fue lo que le salvó, una inspección más a fondo hubiera resultado fatal para el muchacho. Fue su guardiana, por nombre Hisa, antaño Akodo, la que salvó al joven. A costa de su vida.

Y es que, demostrando un valor que muchos samuráis envidiarían, la ronin salió al encuentro de sus perseguidores. A punto estuvieron de lanzarse sobre ella todos a la vez, y ella lo hubiera deseado así de no haber ido acompañada, pero una pelea hubiera puesto en peligro al muchacho. Consciente de ello, se entregó a los guerreros del Clan del Cangrejo. Fue rodeada, desarmada y ya la iban a ejecutar cuando salí al paso. Me sorprendió que Bayushi Michiko y Doji Masu intervinieran apoyándome, aunque creo que lo hicieron por molestar a los cangrejo más que por salvar a la desgraciada Hisa. Sin embargo, todos nuestros esfuerzos fueron en vano. A pesar de que indiqué a los mandos del batallón, una Kaiu llamada Tomoeko y un Yasuki que no tuvo a bien presentarse, que la prisionera se encontraba bajo mi protección y que para llevar a acabo la ejecución que pretendían era necesaria la aquiescencia del gobernador de la aldea, Doji Keran, los documentos que autorizaban la captura lo permitían, así que se dispusieron a ajusticiar a la prisionera.

La propia Hisa, por propia petición, cometió seppuku. Tuvo para ello la asistencia de Kaiu Tomoeko, y lo hizo de una manera tan impecable que todos quedamos sobrecogidos. Un instante antes de ejecutar la sentencia, había sido capaz de pedirme ayuda para con su compañero, o al menos así lo supuse. En cuanto entendió que no sólo no iba a entregar a su protegido, sino que lo ayudaría hasta que se sirviera por sí mismo, pudo entregarse al suicidio ritual con toda la calma que da el deber cumplido. Quieran las Fortunas que, cuando me toque afrontar mi final, lo haga con la misma valentía que ella. Me agrada pensar que, en parte gracias a mi promesa de ayudar a Nobutada, Hisa abandonó este mundo tan honorablemente que seguro que todas sus faltas fueron perdonadas y Akodo la recibió con regocijo entre los suyos.

Aquella noche, por otro lado, quisieron las Fortunas que fuera Kaiu Tomoeko la líder de la expedición de captura. Digo esto porque nunca me he quitado de la cabeza que ella sabía de la presencia de Nobutada en el Templo de Ebishu y que por alguna razón, quizá lo sobrecogedor del final de Hisa, no quiso seguir con la búsqueda. Está claro que su compañero Yasuki hubiera buscado debajo de cada piedra, para perdición del joven Nobutada. Gracias a los Kami por ello, pues ha demostrado ser un agradecido bienhechor para nuestra  misión.

Prácticamente sin cruzar una palabra más, mientras las tropas del Cangrejo se retiraban llevándose los restos de Hisa, nos retiramos de nuevo al Templo de Ebishú, con la intención de descansar en los lechos preparados por los monjes. Monjes que, por cierto, habían desaparecido como si se los hubiera tragado la tierra, cosa que no me extrañó porque no hacía más que confirmar mi impresión de que no eran monjes normales. Si es que acaso fueran monjes. Es por eso que no he pasado a describirlos hasta ahora, siendo como son parte importante de estos primeros episodios de nuestras aventuras, porque necesitan una mención especial aparte.

Que pudiéramos ver, había tres monjes de guardia en ese momento, aunque sólo uno parecía dedicarse a trabajar, y lo hacía de manera extraordinaria, he de decir. Se trataba de un robusto ejemplar, más daba la impresión de ser un pescador que de ser un monje ordenado. Trabajaba sin descanso, cargando grandes peroles llenos de agua, hirvientes ollas de sopa o los jergones y tatamis, sin que pareciera fatigarse. Entraba y salía sin parar un momento, siempre sonriente y cruzando pocas palabras con los peregrinos, indiferente a la lluvia que arreciaba fuera. Había algo raro en el hacendoso monje y no fue hasta más adelante que me di cuenta de que, a pesar de no parar de llover en todo momento, de todas sus salidas volvía perfectamente seco.

Los otros dos monjes no eran menos extraños. Uno de ellos, tremendamente gordo, de gesto risueño y cabeza rasurada, no paraba en insistir en tocar la biwa , y los demás no le dejaban, por lo visto. Cuando Isawa Sayuri, practicante de ese arte, se interesó por el monje este encontró la excusa perfecta para deleitarnos con el concierto más fabuloso que hayan escuchado mis oídos. Sin embargo, tenían razón sus compañeros monjes en no dejar que se entusiasmara, dado que al cabo de un rato la belleza de la música resultaba extrañamente abrumadora, inhumana.

El tercero en discordia no parecía mas que un pobre viejo perdido en las nieblas de la vejez, sentado delante un tablero de shogi, farfullando y tratando de atraer la atención de los peregrinos. Cuando Doji Masu se interesó por el juego, el viejo lo retó a una partida. Masu, buscando agradar al viejo, aceptó mas no pensaba que se iba a enfrentar a una derrota como no había sufrido desde los días en que le enseñaron los rudimentos del juego. Fue fulminantemente derrotado, de una forma brillante y completamente inesperada.

En esa extraña compañía nos retiramos a dormir, tras una jornada larga y extenuante. No se extrañen si digo que todos dormimos como hacía meses que no lo hacíamos. Y falta que nos iba a hacer.

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